© Jorge M. Taverna Irigoyen

Fedor.

Trapecistas hay muchos, pero ella es única. Tiene un violinista por amante, que toca pizzicatos cuando ella está en la pista. Es única como María, la ecuyére ciega, su confidente. El resto del circo, para qué hablar. Cada vez más sumido en su propia agonía. Hasta los programas se hacen a mano. Y cualquier día ni el trompetista continuará con ellos. Quien nada dice es Fedor, el del violÍn. A él nada le preguntan y él a nadie interroga. Está allí por accidente y escapa a todo compromiso. Sin embargo, sabe que todo esto tiene un final cercano. Y no quiere estar bajo esa carpa cuando la hora llegue. Le propone a su amada partir. En Viena tendrá trabajo. En la función de esa noche, ella dará la respuesta. En el segundo salto de la muerte, sin red, cierra los ojos, abre los brazos en cruz y susurra Fedor.

Siciliano.

El titulo nobiliario le venia como anillo al dedo. Anillo al dedo que llevaba en su anular, con escudo de oro y esmalte. De Palermo a Siracusa, todas las puertas se le abrían. Y todas las ventanas de doncellas y amancebadas. Todas las mesas tendidas, las mejor provistas, tenían puesto siempre un plato para él. Y un palco del Teatro Statale le estaba reservado para todas las óperas: asistiera o no. Casi diariamente repetía me aguardan en Roma, como garantizando un predicamento político y social inexcusable. Un día (o una noche, más bien) lo atajó la muerte con la triste certeza que corrió de boca en boca: el conde, nunca había salido de su Sicilia natal.

Hermanos.

Se separaron a los dieciocho años. A uno le tocó la marina; al otro, el ejército. Uno, se fue en un barco que nunca regresó a puerto. El otro, hubo de luchar contra un país que casi ni figuraba en el mapa. (Un día, sólo su gorra a la pobre madre). Ellos se juntaron en el más allá, naturalmente. Ninguno de los dos recordaba su sino absurdo. Quizá por ello, sin reconocerse, les pareció intuir que algo los ligaba a la otra vida.

La Gioconda.

Viajar a París y visitar el Louvre y extasiarse frente a la Gioconda fue todo uno. Es verdad que la cola interminable lo empujaba y empujaba, pero a él no le faltó ingenio para volver rápido a la boletería y sacar otro boleto y otro. Y otro más. Al salir finalmente (triunfal, sí), alguien le manifestó que con una sola entrada bastaba. Pero él, sin responder, repitió el rito al día siguiente. Y al tercero y al cuarto día de su estadía parisina. Sin una sola duda, tomó el avión de regreso con la convicción de que todo París no alcanzaba para conocer a la Gioconda en su esplendor.

Quiromancia.

Enriqueta pone su estudio en la última habitación de la casa. Cercana a las glicinas. Y a los gallos. Enriqueta lee las líneas de las manos. Reparte ilusiones con cuidado. Y a veces, cuando el tiempo lo permite, se explaya en algún consejito más o menos apropiado. Hoy llega una mujer anciana. Está desesperada. Ha perdido a su hija y la busca hace más de treinta años. Enriqueta le toma las manos, las mira, se las cierra bruscamente y oye cantar los gallos.

Ciclo.

Las aguas del río envuelven su cuerpo, lo acarician, le dan suave cobijo. Busca que esa piel tersa y frágil descubra el roce sensual y límpido de los camalotes, el beso de escamas fugitivas, el toque de algún rayo de luz que se filtra de la superficie. Se sumerge y flota. Y navega con la lentitud de un tiempo suspendido. Viaja hacia el mar. Hacia el mar infinito de las caracolas. Cuando llegue, su ciclo de sirena extraviada estará cumplido.

Mala suerte.

El barrio se encargó que la historia corriera. Carmen López comía gatos. Y fue natural que, a medida que algún micifuz desaparecía de la escena urbana, todas las miradas se fijaran acusatoriamente en su pobre figura. Un día se enteró cuál era la causa por la que el almacenero dejara de fiarle. Tomó sus bártulos y temprano se mudó a una casita más al norte de la ciudad. Con tan mala suerte, con tan mala, que al lado construyeron un refugio de la Sociedad Protectora de Animales.

Hasta los gansos.

Volví a ver a tía Lucienne después de varios años. Llegué a Alba la Romaine y la encontré lejos del castillo, con marido nuevo. En una viña hermosa, el muchacho podía pasar por su hijo menor. Pero tia Lucienne se mostró natural, feliz, contenta de nuestro reencuentro. Volví a París y pensé en ese amor tan fresco, casi salvaje, con el cual ella había logrado trocar su viudez de años. Al día siguiente, la noticia de Le Monde. En Alba la Romaine, una anciana había matado a su marido, a una joven vecina y después, en un rapto de locura, degollado todos los gansos de la granja.

Mediodía.

Es mediodía y ella procede a su rito habitual. Saca la olla mediana, la llena de agua y abre el fuego de la cocina. Cuando está por levantar el hervor, busca en la alacena un paquete de sal y echa un puñado dentro. Medio minuto después, cierra el gas. Toma la olla por sus asas, y con cuidado la transporta hasta la pileta y la vacía por completo. Después, echa un poco de agua de la canilla sobre el utensilio, y finalmente lo seca con el repasador blanco. Guarda la olla en el estante del medio. Hasta mañana.

Madame Bovary.

Cuando conocí a Madame Bovary las ideas que me asaltaron fueron las que Ud. imagina. Al irse papá y mamá de viaje, la invité a casa. (Su esposo también había viajado). Tomó un licor. Me pidió una segunda copa. Me deslicé entonces a su lado con el ímpetu de mis veinte años. Me rechazó. Una, diez veces. Ella era virgen. Se conservaba intacta, Sólo le pertenecería a Monsieur Flaubert. Y de eso, faltaba aún algún tiempo.

Bovarismo.

Una vez que entendió lo que era el bovarismo, Andrés bajo los ímpetus. Compró un perrito lanudo, se lo regaló a Madame, y desde ahí entró todas las noches a su casa, después que el marido se sumía en sueño. Flaubert sí, pero quién sabe lo que puede un perrito lanudo.

Faneras fantásticas.

Como Felipe V, Arturo López no se dejaba cortar las uñas por temor a que su sección le restara vida. Las de los pies le crecieron tanto, que al año no podía caminar. A los dos años, se le ulceraron los talones y las nalgas, de tanto estar sentado o acostado. Finalmente, Arturo López resolvió el entuerto: se arrancó una a una las veinte uñas de raíz, y tanto sangraron sus dedos, que en veinticuatro horas lo acomodaron en el camposanto.

Amalia.

Aunque ustedes no conocen a Amalia, han oído hablar de ella. Sí: es la enana más armónica de la región, las más rubia y de ojos más azules. Han oído hablar de Amalia, porque todos tienen algo que decir de ella. Con cariño, por supuesto. Salvo los músicos, que la observan con miradas torvas. Los músicos, que no soportan su vicio. Que al principio tocan y tocan, mientras ella hace piruetas y se desliza por la pista como una gacela. Pero que a la madrugada, cuando ya las gargantas están secas de tanto soplar y los dedos acalambrados de pulsar las cuerdas, ella pide más y más música y todos, todos los del pueblo se quedan en sus sillas para seguir viéndola girar...

Monedas.

Su calderillo de monedas tintineaba tanto, que todos los mendigos de Brujas le seguían por las calles. Al final, llegaba por las noches a su casa sin un solo cobre. Un mal día en que los mendigos hicieron huelga, en una esquina subrepticia una mano asesina le vació el corazón por vaciarle el calderillo.

Buen oficio.

Aprendió el oficio de un tío abuelo, que a su vez lo había heredado de su padre. Lo hacía con limpieza de manos y tranquilidad de corazón. Carterista, para unos, descuidista, para otros, nunca faltó el pan en su mesa. Hoy llegó un poco triste a su casa. Casi lo quisieron linchar, en el ómnibus. Y si no hubiera sido por esa rubia, la bajita, quizá lo habrían logrado. Al descender, ella le confesó en un susurro: somos colegas, amigo. No te aflijas. En peores me he visto yo, y aquí me tienes. Pero te diré algo: nunca robes a un ladrón. Hoy te salió bien.

Elecciones.

Me levanté temprano y fui a votar. Por primera vez. Al mediodía, Mamá mató a Papá, después de una fuerte discusión. Juez, policías, vecinos curiosos, ocuparon el resto del día. Me desplomé exhausto hacia la medianoche. El lunes, la noticia llegó vertical como fiel de balanza: Papá sería el nuevo intendente.

Quiromancia.

Primero la borra del café, después la quiromancia, fueron sus armas para no desfallecer en la viudez. Miró las manos de miles de mortales y a cada una le buscó una historia más o menos creíble. Todo anduvo bien hasta que un desprendimiento de retina la dejó ciega. Entonces, pensó que sólo le quedaba convertirse en médium. Y ahí vino el escarmiento: en la primera sesión, en la primera, se apareció Luis, su difunto, que con dos gritos agónicos la llevó de susto al otro mundo.

Gioconda Sánchez.

A Gioconda Sánchez todos en el pueblo la soñaban con las piernas entreabiertas. Cuando se fue a Mérida, cambió de nombre. Judy Smith. Y todos la soñaron actriz de cine. Aunque fuera de reparto. Cierto día, alguien viajó a la ciudad y la encontró en el Holliday Inn. Vendiendo cigarrillos.

Fastidio.

Si tal vez aguanta su sombra, se tiene decididamente un fastidio inmenso que ni los psicólogos logran menguar. Hoy, sin preámbulos, ha decidido solucionarlo todo: toma un tranvía sin destino y al final del trayecto baja y se cruza sobre las vías. (En minutos, con una oreja menos y bastante sangre sobre los hombros, es subido nuevamente por el motorman: hombre de menor aguante, aún).

Problema vocal.

A Doudou la conocen por su voz chillona. Y aunque recita a Verlaine, y a veces hasta se le anima a Shelley, en pocos cenáculos literarios es aceptada. Doudou no se da cuenta (o hace como que) y su vida transcurre entre recitales y actuaciones teatrales. Teatralería que le queda como mano al guante. Hasta que alguien la propone para el papel de Desdémona. Virtuosa e inocente, nadie mejor que ella para entrar en la tragedia shakespereana y descubrirlo a Otelo. Pero la voz...Quiere el azar (¿o la fortuna?) que en el primer ensayo sus cuerdas vocales, tensas de emoción, se conviertan en una laringe de terciopelo. Y desde ahí, La Gran Doudou

Otra de quiromancia.

Hoy voy a hacerme leer las líneas de las manos, para decidir si hago o no el viaje. Al regresar, estoy en las mismas: puedo viajar, pero por un viaje perderé mi identidad. Pregunto si se refiere al pasaporte. Aquí la línea se corta, no puedo responder. Preparo valijas, llego al puerto, el barco ha zarpado hace cinco minutos. Siento un golpe violento en ambas sienes. Me sostienen dos brazos fuertes. Miro al vacío. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy?

Anamnesis.

El día menos pensado, Pedro abrió la puerta de su casa y comprobó que daba a un precipicio. El día menos pensado, al abrir las llaves del gas, salió un chorro de agua. El día menos pensado, al destapar una botella de vino, saltaron del interior dos pececitos rojos. El día menos pensado, abrirá la canilla del agua y...

Azar traspapelado.

El médico razonó así: nadie le preguntó nada a Pedro, por lo que Pedro no respondió a sus dudas. Su desconcierto empezó y terminó en si mismo. Si alguien hubiera compartido su copa de vino, quizá habría venido a cuentas lo de los pececitos. Pero nadie dialogó con Pedro. ¿Diagnóstico? Un azar traspapelado.

Astrólogo.

Trocó el oficio de astrólogo por el de jardinero. Conocía todo el sistema de los astros y de los menguantes de la luna, de modo que plantó sus primeras semillas con confianza. Observó, sí, que los rosales –después de la poda- comenzaron a sacar brotes en invierno y que las floraciones se retrasaban. De los almácigos, sólo salieron escuálidos yuyos, como una protesta. Y el jazmín azórico se fue secando, por más que agua no le faltaba. Al final, el jardín se convirtió en un páramo de tierra removida. Se convenció que mejor eran los hombres que las plantas: se conforman con su destino. Por más inventado que fuere...

Metempsicosis.

Compró el lobo cuando era cachorro. Desde ahí, algo se transformó en él: se volvió huraño, agresivo, duro. El lobo, manso y domesticado, recibió siempre todos los cuidados. Cuando la Maestranza Municipal quiso sacárselo, por ser animal peligroso para el barrio, montó en cólera. Forcejeos, gritos, llantos del hijo. Al fin, una lazadera lo subió al carro. Dos colmillos le salían de los labios y bufaba, bufaba. Como un hombre.

La niña bruja.

Anne nació en Douville, pero antes de sus tres años los padres se mudaron a Rouen. Allí comenzó la cosa. En la casa se sucedieron episodios extraños: las cucharas se torcían, los cuadros caían de sus clavos, las puertas se abrían solas. Un día que Anne pidió que la llevaran a la calesita y no fue escuchada, todas las monedas del saco de su padre volaron por el aire hasta el bolsillo del delantal de la niña. Ahí sí que sus progenitores montaron en cólera. ¿Otra Jean D´Arc? ¡Por Dios! Y la metieron en el Asilo de las Siervas de María, que era más oscuro que la boca de un lobo. Allí la niña creció en la más pura inocencia. Al cumplir los veinte, cuando comenzó a levitar, tomó los hábitos con resignación.

La niña santa.

Desde que entró, pobrecita, fue mi protegida. La cuidé como a una hija no parida, y le enseñé los rezos más hermosos, los cánticos más elevados. Jamás me dio un disgusto o tuve que salir a defenderla frente a las otras hermanas. Era pura como una azucena. Una noche, al entrar a su celda para dejarle el misal olvidado, la vi, desorbitada, tocando el techo con la cabeza, los pies suspendidos. No lloró. Lloré yo por ella. Y al día siguiente propuse que entrara a la congregación, como novicia. Estuvo con nosotras exactamente un año. Entonces fue cuando comenzaron a volar, día a día, todos los platos en el refectorio...

Una historia normanda.

Pocos recuerdan hoy en toda Normandía la historia de la Hna. Anne. Hay un sacerdote que le reza siempre, rogando por su alma. Alguna vez lo confesó a Arlette, que es la vecina más chismosa del pueblo. Y ella se encargó de divulgarlo con la menor discreción posible. Nadie imaginó nada. Todos callaron. El padre Pierre, nacido en Douville, fue a vivir a Rouen cuando tenía diez años...

Metáfora siniestra.

El gondolero rema hasta cerca de La Fenice. Allí, junto a un palacio, el hombre de negro comienza a tirar a las aguas decenas de faldones, miriñaques, corpiños, calzas, manguitos, albornoces, refajos, enaguas, camisones. Cada prenda hace un remolino, y se hunde. Al final, él mismo hunde la cabeza entre sus manos. Como un ritual. Más tarde, el gondolero sabrá que se llama Henry James. Y que las prendas, que nadie quiso por pertenecer a un suicida, fueron de Constance Fenimoore Woolson. Es en Venecia, un día de abril de 1894. Hay un extraño aroma de azahares...

La escuela de Martina.

Su vida estaba consagrada a enseñar. Y enseñó años y años, hasta llegar a los nietos de sus primeros alumnos. Un día, las aguas se embravecieron y Martina comprobó con dolor que su escuelita había quedado aislada, entre un proceloso mar. Entonces se le ocurrió lo de la escuela flotante. Le prestaron una barcaza y ella sola salió a recorrer, semana a semana, toda la región de islas. Así, volvió a enseñar con alegría y la barcaza se llenó de risas y de tiza. Una mañana, despertó anclada en el barro. Las aguas se habían ido. Y así pasaron varias lunas. Martina sola, sin tiza y sin risas. La hallaron, exánime, aferrada a una pequeña pizarra.

La nieve, la nieve

Los cinco cuerpos congelados son depositados en una fosa común, por tratarse de la misma familia. Más de veinte mil cadáveres en la región, provocan un problema que la comuna no logra coordinar y resolver a un mismo tiempo. No hay caminos. El tren hace casi un mes que no arriba a la estación. Demitrio Poliakoff se arma de paciencia y razona: si espero a que deje de nevar para que todo entre en orden, me echarán por inepto. Entonces, sigilosamente y sin que sus pocos empleados lo adviertan, toma un trineo, ata seis perros y marcha hacia la ventisca blanca hasta desaparecer. Al día siguiente, por disposición del Zar, sale un gran sol.

Un escritor.

Escribe libros que nadie publica. Poemas que sólo lee él. Pero celebra su soledad. Es la propuesta a dirigir un taller literario, lo que transmuta su alma. Y al aparecer su nombre y apellido en letras doradas, al frente del local, siente que ha entrado en el Olimpo. Un Olimpo que comienza a cerrarle todas las puertas: no llega a tiempo a un solo certamen de poesía; olvida las etimologías y no pocas reglas de sintaxis; quiebra el orden de los gerundios. La pérdida del último alumno del taller le certifica que, como escritor, es un fracaso olímpico.

Triángulo de amor.

Ettore murió a los 28 años, igual que su primo Umberto. Era singularmente bello, igual que su primo. Los dos fueron amados y traicionados por la misma mujer: Angelina. Y terminaron sus vidas unidos por la sangre del otro. Cuando Angelina murió, desbarrancada de la montaña más alta de Alessandria, todos dijeron sin decir: las madres los vengaron. Ellas, sólo respondieron con un silencio mortal. Y no lloraron a ninguno de los tres.

La nera veritá.

Las dos sabíamos y callábamos, en nuestro dolor de madres. Y Angelina, poveretta, que amaba en cada uno a los dos, sólo confiaba en que algún día el azar decidiría la elección. Nosotras sabíamos que se iban a las afueras de Alessandria, y se acostaban en los campos de lino, y se abrazaban y se besaban y se penetraban una y otra vez. Era una pasión enfermiza, que los inundaba de celos. Después, la cortina de Angelina, para que nadie nada imaginara. Ella, que pensaba con tristeza que Ettore era tímido, y que quizá, en otra instancia, Umberto recuperaría su virilidad. El día aquél en que, a pedradas, juntaron sus sangres para siempre, la muerte los encontró abrazados. Bellos, aún.

La nieve, la nieve.

Una semana que no salimos de la casa. La puerta está trancada, las ventanas ocluídas de un espesor blanco que no deja un solo resquicio de vidrio para otear más allá. Adentro, nuestro paisaje familiar es igualmente frío. Pedro no habla. El abuelo Sigor, que regresó hace un mes de Kiev totalmente perdido, ríe y llora sin sentido. Las mellizas, Tatiana y Karenina, hace tres días que no toman ni un plato de sopa. No hay leña. Las últimas provisiones se terminaron ayer. No puedo lavar la ropa, las cañerías se han congelado. Miro mis manos. Miro mis manos. Y tapo mi cara con ellas para que no me vean llorar... Las agujas de cristal hacen sangrar mis dedos.

Acerca del autor

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Biobibliografía

Poeta, ensayista, crítico de arte, Jorge M. Taverna Irigoyen nació en Santa Fe. Ha publicado una decena de libros de poesía, crítica e historia del arte, mereciendo numerosos premios por su labor. Publicó sus narraciones breves bajo el título Historias verosímiles en la revista Letras de Buenos Aires y en el suplemento cultural de El Litoral de Santa Fe. Fue Director Provincial de Cultura, director y fundador del Centro Trandisciplinario de Investigaciones de Estética de Santa Fe y presidente de la Asociación Santafesina de Escritores. Es miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte y Presidente de la Academia Nacional de Bellas Artes.